La sal, ese ingrediente cotidiano en casi todas las mesas, encierra una paradoja: es indispensable para la vida, pero peligrosa en exceso o en carencia. El sodio que contiene es esencial para mantener el equilibrio hídrico del cuerpo, transportar oxígeno y nutrientes, y permitir que los nervios funcionen correctamente. Sin embargo, tanto el abuso como la restricción extrema pueden poner en riesgo la salud.
Durante décadas, el consumo de sal ha sido tema de debate científico. El consenso tradicional sostiene que una dieta alta en sodio eleva la presión arterial, lo que aumenta el riesgo de hipertensión, accidentes cerebrovasculares, insuficiencia cardíaca, enfermedades renales y cáncer gástrico. En contraste, reducir su ingesta ha demostrado beneficios claros, como la disminución de la presión arterial y una mayor esperanza de vida saludable.
De acuerdo con el Centro Nacional de Información Biotecnológica de Estados Unidos (NCBI), reducir el consumo diario de sal entre 1.8 y 2.5 gramos puede traducirse en una notable reducción de los niveles de presión arterial y, en consecuencia, en menos eventos cardiovasculares. Por ello, la mayoría de las guías médicas recomiendan mantener una ingesta baja de sodio, inferior a 2.3 gramos al día.
No obstante, estudios más recientes han comenzado a matizar esta recomendación. Una restricción severa de sodio podría tener efectos adversos, especialmente en personas con insuficiencia cardíaca u otras condiciones crónicas. En estos casos, un consumo demasiado bajo puede alterar el equilibrio electrolítico del cuerpo y comprometer funciones vitales.
El sodio bajo en sangre (hiponatremia) es un trastorno potencialmente peligroso. Ocurre cuando el agua se acumula en las células y las hace inflamarse, lo que puede generar confusión, convulsiones e incluso coma. Según la Clínica Mayo, los adultos mayores son los más vulnerables, sobre todo si están hospitalizados o padecen enfermedades cardíacas, renales o hepáticas.
Los factores que aumentan el riesgo de hiponatremia incluyen el uso de diuréticos, antidepresivos o anticonvulsivos, así como una función deficiente de la tiroides o las glándulas suprarrenales. También ciertas infecciones o tipos de cáncer, como el de pulmón, pueden contribuir a la pérdida de sodio.
El tratamiento depende de la causa: puede incluir ajustes en la medicación, control de líquidos o modificaciones en la dieta para restablecer los niveles adecuados de sodio.
En síntesis, la clave está en el equilibrio. El exceso de sal daña el corazón, pero su falta compromete el funcionamiento del cerebro y los músculos. Mantener una alimentación natural, reducir el consumo de ultraprocesados y escuchar las recomendaciones médicas son los mejores pasos para cuidar la salud.